Toda política exterior es reactiva porque responde a estímulos coyunturales que consideran la situación internacional y su impacto en el ámbito interno del país que la despliega. Hay, sin embargo, una diferencia sustantiva entre las pocas que tienen visión estratégica y las muchas que buscan el mejor acomodo posible en un ambiente voluble. Las primeras son propias de naciones hegemónicas, cuya influencia va de la mano de su capacidad para ejercer el poder de manera incontestable. Las segundas son las políticas exteriores de muchos países de la periferia, que están sujetos a los vaivenes del orden (desorden) global y operan a partir de convenciones no siempre claras, pero que garantizan a las potencias la estabilidad relativa del sistema de paz y seguridad concebido en 1945. En ambos casos y para sobrevivir, los Estados despliegan habilidades diplomáticas propias, en un entramado cada vez más rígido, donde la autoayuda es crucial para preservar un mínimo de soberanía y avanzar intereses nacionales.
Por lo que hace a los hegemones, a sus fortalezas estructurales se agrega el trabajo de intelectuales orgánicos y centros de pensamiento especializados, que conciben políticas externas multidimensionales y con un cálculo preciso de sus costos y beneficios. Con este respaldo y sin ambigüedades, ejercen su influencia (presión) para mantener un mínimo de correspondencia entre fuerzas políticas y económicas de dimensión global y aquellas de expresión local. Con ello asegurado, abordan los fenómenos internacionales desde una posición propia y con herramientas prescriptivas, explicativas y normativas, según requieran las necesidades del momento. El escenario es diferente para los países del Sur Global, cuyas políticas exteriores son insuficientes para maquillar los acontecimientos mundiales de tal suerte que, si no los favorecen, al menos no los conduzcan a situaciones límite y de escasa oportunidad. Si se traslada este planteamiento al ámbito especulativo, de manera ineludible se recrea el debate entre realistas y neorrealistas y, en la teoría de juegos, el dilema del prisionero. En efecto, mientras los poderosos se pronuncian por el despliegue de políticas exteriores pragmáticas, no idealistas y acordes con la tesis de que la convivencia interestatal (humana) es por definición conflictiva, las naciones periféricas postulan que la escasez de recursos y ventajas debe generar esquemas regulados de colaboración, en beneficio de todos los pueblos. Esta dualidad, que entorpece al sistema internacional, buscó sin éxito ser corregida por el neoliberalismo, con el argumento de que la interdependencia compleja, en un entorno regido por jerarquías y anarquías, estimula relaciones desagregadas que permiten a los países del Sur identificar espacios de oportunidad para la cooperación, con o sin hegemones. Ahora, cuando se habla del fin de las ideologías y florecen causas, etiquetas y narrativas que polarizan sociedades y la convivencia universal, en ejercicio de la antes citada autoayuda las naciones menos favorecidas están llamadas a impulsar políticas exteriores que se arropen en el multilateralismo y contengan la caída del sistema liberal. Porque quien quiere todo, puede perder todo (qui totum vult totum perdit), dichas políticas exteriores deberían ser gradualistas y permitir a los Estados interactuar con eficacia en un mundo donde los nacionalismos cerrados vulneran la democracia, retrasan la reforma de los organismos internacionales e impiden la cooperación para el desarrollo sostenible.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.


