Harriet Constable (Londres, mayo de 1989), filóloga, multipremiada como periodista y documentalista, pertenece a una familia de músicos y ella misma toca algunos instrumentos. Con su primera novela se colocó entre los autores más vendidos. Se trata de la novela histórica La violinista (Planeta, 2024), traducida por Lara Agnelli, situada en el siglo XVIII, donde recrea la vida de Anna Maria della Pietà, una huérfana veneciana violinista prodigio, que fuera alumna de Antonio Vivaldi. Transcribo las primeras líneas.
Venecia, 1695. Anochece, y la Marangona repica en la piazza San Marco. Las campanadas salen tiritando de la boca de bronce, se deslizan sobre la cúpula de la basílica, lamen los moluscos que revisten el canal embarrado y se filtran por el hueco que queda entre la acera y la puerta de madera. Tras ella, una muchacha que aguarda en un pasillo estrecho y poco iluminado alza la vista.
Para algunos, la campana marca el paso del tiempo. Para otros, señala las fiestas de guardar, las reuniones del concilio o las ejecuciones públicas; pero para ella es la señal de que puede salir a la calle junto con sus compañeras de profesión. Cae la noche, es hora de trabajar.
Se envuelve el cuello con el chal amarillo de fina lana que anuncia su oficio y sale a la calle. Se aloja en un burdel del distrito de San Polo, que queda escondido tras la Ruga dei Oresi, la vía principal tanto para los viajeros como para los habitantes de la ciudad que cruzan el puente hacia San Marco todos los días. Una ubicación estratégica donde nunca falta trabajo.
El sonido de sus tacones resuena en el suelo empedrado al caminar. Gira a la izquierda al salir del burdel; de nuevo a la izquierda en la esquina donde el carnicero vende casquería, y sigue recto hasta llegar a su sitio de siempre, junto a la entrada del puente de Rialto. Con una inclinación de cabeza saluda a otra mujer que acaba de llegar y está preparándose. Dobla el manto y el chal, y los deja en el suelo, debajo del puente. Han llegado a un entendimiento tácito: “Aquí se guardan las cosas, bien colocadas, mientras trabajamos”.
Lleva un vestido de lino verde, de cintura alta. El reborde del pronunciado escote es cuadrado, y va decorado con una cinta. Se lleva las manos al escote, tira de los dos lados a la vez hasta dejar los pechos desnudos y, apoyada en una pared de ladrillos claros, espera al primer cliente de la noche. Lo normal es que se trate de un hombre y que vaya solo; también suele ser normal que apeste a vino.
El corazón le late con fuerza, pero menos que al principio. A los diecisiete años se siente ya capaz de soportarlo casi todo. Son tres al día de media. En seis meses, casi seiscientos clientes. Da golpecitos con el pie, siguiendo un ritmo que oye en su cabeza. Es una noche de trabajo como otra cualquiera.
***
No es uno de los clientes habituales. Es un hombre, sí; va solo, sí. Pero nunca lo había visto antes. No se anda por las ramas. Eso a la prostituta no le importa, pero debe de tener unos cuarenta años más que ella y sus ojos son oscuros como los de un demonio.
—Vamos —dice mirando por encima del hombro, como si tuviera miedo de que lo descubrieran. Huele a humo de leña, a tabaco. Tiene la voz grave y habla en tono bajo.
Ella le muestra el camino hasta el burdel y suben los escalones de madera, que crujen bajo el peso del cliente. Este refunfuña y agacha la cabeza para no golpeársela contra el marco cuando entran en la habitación […]

