A casi cien años del nacimiento de Elena Garro (11 de diciembre de 1916-1998), los testimonios de la vida y obra de esta autora siguen llegando a las librerías y sus lectores se multiplican de manera exponencial. Si alguien sabía de su enorme valor literiario era ella misma, que fue dejando señales en cada libro y en cada frase. Transcribo las primeras líneas de su novela más íntima, Testimonios sobre Mariana (Premio de Novela Grijalbo, 1980), donde un amante, una amiga y un admirador tratan de armar el retrato siempre incompleto de la escritora.
Sí, Mariana era la simpleza misma, la docilidad. ¡Mira qué engaño! La primera vez que la vi fue en una fotografía que nos mostró Pepe a su regreso de París. Sabina y yo nos inclinamos sobre una instantánea banal en la que aparecía una muchacha con medias de lana, abrigo claro y cabellos rubios. Estaba recargada sobre el tronco de un árbol en un bosque brumoso.
—¿Es Mariana?
En la pregunta nuestra había un dejo de malicia. La muchacha de la fotografía parecía una modesta enfermera inglesa. Pepe recogió la foto molesto. Su conversación se había vuelto monótona a fuerza de intercalar frases de la desconocida. Ahora la misma fotografía continúa sobre el escritorio de Pepe, en el mío hubo otras iguales, quietas, y guardado en algún lugar un mocasín negro con hebilla de plata, como el de un lacayo. Eso me quedó de Mariana. La vida está hecha de pedazos absurdos de tiempo y de objetos impares.
Mariana empezó en ese bosque ligeramente borrado por la bruma. Más tarde la vi muchas veces en las esquinas de mi ciudad y corrí tras ella sólo para perderla entre la multitud. ¡Soy un tonto! No advertía que llevaba los dos mocasines puestos y que ella se hubiera presentado con un pie descalzo, como en la noche del pacto. ¡Miento! No hubo pacto. Sólo un juego que ella inventó. Guardo también su promesa escrita: “Te esperaré en el cielo sentada en la silla de Van Gogh”. No hablo en orden. ¿Cuál es el orden con Mariana?
“Con ella hay que imponerse. Si la llamas por teléfono mandará decir que no está en casa. Tú insiste”, me recomendó Pepe cuando preparábamos el viaje a París. Era fastidioso escucharlo…
En la cubierta del barco que nos llevaba a Europa decidí conocerla. La decisión me dejó melancólico. Debo reconocer que la melancolía es mi estado natural, a pesar de que los teólogos la consideran un atentado contra la existencia divina. Pero no soy creyente. Los barcos me dan la impresión de no ir a ninguna parte, lo cual si pudiera realizarse sería la solución para mi vida. Aunque cualquier solución sería igualmente absurda. Vivir es un problema arduo y hallarse en el mar es sólo una pausa. Durante el viaje tomé el sol en la piscina y observé a las pasajeras. Meditaba en el próximo barco en el que vendrían mis padres acompañados de Tana. Mi matrimonio es indisoluble y para acallar el escándalo Tana viajaba con mis padres. El mar me recordaba las islas, una isla sería el remedio para lo irremediable. Acodado a la barandilla de cubierta, traté de imaginar la dichosa soledad del mar. Salíamos del otoño del Sur para dirigirnos a la primavera de Europa y el mar se aclaraba en azules surcados de verdes como anuncios de la isla imaginaria.
La llegada a Francia fue lluviosa. Al atardecer, Sabina y yo nos encontramos en nuestra habitación del hotel, donde contemplamos las copas de los árboles que daban sus primeros brotes. Éramos dos extranjeros sin nada que decirnos y me llené de nostalgia. Recordé a Pepe y llamé a su amiga. “La señora Mariana no está en casa” […]
