En el setenta aniversario de su nacimiento (1942-1995)

Mario Saavedra

El 4 de enero del 1995 recibí consternado y con enorme pesar la trágica muerte de nuestro egregio músico Eduardo Mata (Ciudad de México 1942-Cuernavaca, 1995), al desplomarse su avioneta Piper Aerostar, luego de despegar del aeropuerto de Cuernavaca, que él mismo piloteaba. Por el estilo de Herbert von Karajan, le atraían las experiencias extremas, también porque así de alguna manera reducía y controlaba el estrés que le producían, con la pasión con la que los había sumido, el propio oficio de la música y sobre todo la dirección de orquesta.

Y más me impactó lo acontecido con Mata, porque tenía pocas semanas de haberlo visto en la presentación de uno de los tantos discos que el entonces director titular de la Sinfónica de Dallas había reeditado o reimpreso con el sello del también ya desaparecido Benjamín Backal, con los mismos estusiasmo y pasión con que emprendía sus muchos talentos euterpeanos, ya fuera como compositor original y consistente (si bien su catálogo no es muy extenso, está integrado por obras de sapientes escritura y oficio), como director de orquesta poderoso y enciclopédico, como promotor invaluable de la música de calidad y sobre todo del acervo culto o académico mexicano, como generador e impulsor incansable de proyectos tan ambiciosos como productivos.

Quizá también mucho nos sirva para definir su personalidad, para hacer un retrato más exacto de la identidad de este sobresaliente egresado del Conservatorio Nacional de Música, el saber que fue uno de los más brillantes discípulos de Carlos Chávez con quien estudio composición de 1960 a 1963, por los años en que su fervor creativo propició la escritura de tres sinfonías, varias piezas de ballet y de cámara, y por supuesto su inconclusa ópera en dos actos Alicia, con libreto de Lazslo Moussong. Pero sobre todo el director de orquesta más sobresaliente de su generación, y por lo mismo uno de los más brillantes del quehacer musical mexicano de todos los tiempos, con la personalidad y el dominio técnico que sólo se aquilatan en aquellas elegidas batutas de mayor proyección, sabemos que en ese destino sería determinante el haberse hecho acreedor a la beca Koussevitzky en el Tanglewood Institute, en donde fue discípulo igualmente prominente nada menos que de Max Rudolf y Erich Leinsdorf.

Genio precoz, de lo cual ha dado constancia suficiente sobre todo la historia de la música, Eduardo Mata sería nombrado director del Departamento de Música de la UNAM y titular de la Orquesta de Guadalajara a los escasos 23 años. Responsable también de la Orquesta de la Universidad, que precisamente con él se convertiría en la Orquesta Filarmónica de la UNAM, qué duda cabe que la OFUNAM vivió con Mata una de sus épocas más gloriosas, y entre muchos otros grandes proyectos y acontecimientos, fue el primero en programar buena parte del catálogo sinfónico y liederístico de Gustav Mahler, a escasos años de haberse conmemorado el primer centenario del natalicio del gran músico  bohemio en 1960.

También, desde muy joven, fue reconocido para ir a hacer carrera a Estados Unidos, y en 1972 dejaría México para encabezar los destinos musicales de la Orquesta Sinfónica de Phoenix. Ya en la Unión Americana y puestos los ojos en él, en su notable y peculiar talento para desarrollar y proyectar la vida musical de una agrupación instrumental, su consagración definitiva se dio cuando fue invitado, entre 1977 y 1993, como director titular de la ya prestigiada Orquesta Sinfónica de Dallas (con él, se convirtió en una de las más activas de todo el sur de los Estados Unidos), y a raíz de muy exitosas temporadas  y una no menos sobresaliente carrera discográfica, fue constantemente convocado por renombradas orquestas europeas, latinoamericanas y de la propia Unión Americana.

Grabó más de una cincuentena de discos, en su mayoría con la OFUNAM y las sinfónicas de Dallas y de Londres, poniendo siempre especial énfasis en la promoción de compositores latinoamericanos, cuando no específicamente mexicanos. Por lo mismo, uno de los grandes promotores de los distintos acervos musicales de este continente, y en su condición de orgulloso mexicano, propiciador de un continuo puente de comunicación entre México y el contexto todo de Occidente, Eduardo Mata fue una especie de embajador de lo más granado de nuestro acervo musical de concierto.

Su ingreso al Colegio Nacional poco de diez años antes de su muerte, con un sentido discurso contestado por otro no menos brillante y emotivo del también ya desaparecido humanista Jaime García Terrés, fue todo un acontecimiento. Y por supuesto que mucho queda todavía por hacer para aquilatar la personalidad y la obra enorme de uno de nuestros músicos más talentosos y dotados, que en su cardinal comprensión y evidencia del protagónico papel del intérprete genial ha sido más que elocuentemente recordado por su contemporáneo Mario Lavista, en el entendido de que la música requiere inevitablemente para cerrar su círculo, como en el teatro, de la labor de quienes en su comprensión y devoción de la obra del otro compositor permiten que cobre vida frente al auditorio. Comúnmente sobrevalorado o vilipendiado, para Eduardo Mata el intérprete representaba quien, en una visión madura y matizada, consigue concretar aquello que en el pentagrama sólo son símbolos ilegibles, pero que tras la función proverbial del intérprete que valora y respeta —la mayoría de las veces, más allá de la devoción— cuanto está escrito en la partitura, abona a su trascendencia más allá de los tiempos.

Ahora que como pretexto de lo que habrían sido los festejos de sus setenta años de edad, y a poco menos de dieciocho de su prematura y lamentable partida, se ha confeccionado una especie de homenaje nacional, bien vale pena insistir en que todavía no hemos retribuido como merece la obra inconmensurable de uno de nuestros más grandes músicos de todos los tiempos.