Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013)

 

Y nuevamente abril a flor de cielo

abre tus manos tibias, y yo canto

el júbilo entrañable y el espanto

que en mi sangre derramas con tu anhelo.

Mario Saavedra

De la misma estirpe del también recientemente desaparecido Ernesto de la Peña, Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, Veracruz, 1923-ciudad de México, 2013) se erige como uno de esos iluminados personajes que por sus eclécticos talentos y saberes, por su meridiana inteligencia, por la dimensión de su espíritu, por su generosidad sin límites dentro de un medio particularmente eclipsado por la megalomanía y el canibalismo, se convierten en auténticos vigías de un mundo cada día más ofuscado y ensoberbecido en su miseria.

Por lo mismo, la partida de estos dos emblemáticos humanistas —legítimos faros dentro de una realidad cada vez más dominada por las veleidades tecnocráticas— me ha producido una sensación de orfandad, y su invaluable legado pareciera ya verdadera herencia paleontológica en una época cada vez más sorda y ciega a cuanto siquiera resuene a humanismo.

Exquisito e inmenso poeta que bebió de los clásicos griegos y latinos que tradujo y conoció a la perfección, Bonifaz Nuño se convirtió en uno de los maestros decanos más admirados y queridos de su Máxima Casa de Estudios donde se formó, al frente de una cátedra en la cual encontraron cobijo otros grandes humanistas como el más que prematuramente desaparecido Carlos Montemayor.

A otros valiosos escritores de generaciones posteriores como René Avilés Fabila y el propio Montemayor les oí y he oído muchas veces ensalzar con toda justicia los inconmensurables saberes y cualidades del egregio poeta y traductor veracruzano, maestro a cabalidad, especie de Virgilio iluminando el camino de sus Dantes abismados en el siempre apasionante pero también avasallador caudal del conocimiento.

Si bien sus versiones al español de poetas vitales romanos como Catulo, Propercio, Píndaro y Lucano, o de verdaderos descubrimientos bajo su atenta y sensible mirada de obras como La naturaleza de las cosas de Lucrecio, resultan hoy esenciales, qué duda cabe que lo hecho con sus tan entrañables Ovidio y sobre todo Virgilio lo catapultó a la posteridad, conforme sus  novedosas y hasta visionarias lecturas de las Metamorfosis, los Remedios del amor y el Arte de amar del primero, y de La Eneida y las Geórgicas del segundo, constituyen ya genuinos clásicos de la traducción latina a nuestra lengua.

En esta robusta y sólida labor dentro de un arte con respecto al cual los italianos acuñaron la famosa expresión traduttore, traditore, la siempre docta pero también creativa obra de Bonifaz Nuño supo conciliar, con pulso de auténtico alquimista, virtudes en apariencia tan disímiles en la materia como fidelidad al original y novedosa aportación, rigor filológico y versatilidad inventiva, juicio crítico y desplate literario, rasgos todos ellos que bien podemos encontrar por ejemplo también en sus no menos reveladoras traslaciones de la Guerra gálica de Julio César y Acerca de los deberes de Cicerón.

Más allá de haber recibido en vida los honores propios de una personalidad de su envergadura, de su temple, de haber ocupado la silla V de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1963, de haber sido miembro del Colegio Nacional desde 1972 (su discurso de ingreso La fundación de la ciudad sigue siendo un texto referencial), de haberse hecho acreedor al Premio Nacional de Literatura y Lingüística en 1974, Premio Alfonso Reyes en 1984, la ausencia de Bonifaz Nuño deja un enorme e insustituible vacío.

También crítico de arte sagaz y hasta dibujante diestro, investigador de muy compacta raigambre, con una muy sólida formación que lo condujo a convertirse en autoridad indiscutible dentro del plano académico de las lenguas clásicas en el cual se doctoró en la propia Universidad Nacional Autónoma de México, fue de igual modo un erudito ensayista, como lo dejan ver sus penetrantes y sabias disertaciones sobre los mismos Catulo y Propercio, con sus respectivos El amor y la cólera y Los reinos de Cintia, de 1976 y 1977.

Poeta prolífico y de extensa vena creativa, de exquisita templanza, Rubén Bonifaz Nuño fue autor de poemarios igualmente nodales de nuestra lírica como Los demonios y los días, La flama en el espejo, As de oros, El corazón de la espiral, Del templo de su cuerpo o su ulterior Calacas; la actriz Lucía Méndez tuvo el enorme privilegio de ser la musa de ese no menos singular libro de versos malditos, parafraseando a Baudelaire, que es Una pulsera para…, sui generis poemario a través del cual el elegido maestro logró sublimar y convertir en esencia eterna material proveniente del frívolo espectáculo…

Al fin de cuentas poeta lírico, condición a la que en el fondo siempre respondió en primera instancia, fue incluido con toda justicia en esa en varios aspectos todavía insuperable antología que es Poesía en movimiento. México, 1915-1966 (editada, en Siglo XXI, por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis), y sus dos antologías personales publicadas por el Fondo de Cultura Económica: De otro modo lo mismo, poesía 1945-1971, de 1978, y Versos, 1978-1994, de 1996, dan clara cuenta de quien fue —es, pues su obra le sobrevive y permanece incólume— uno de nuestros más grandes líricos del siglo XX, inspirado por igual en las formas rígidas y en el verso libre en los que nos heredó verdaderas obras maestras…

¡Descanse en paz!