Gran ganadora en la 85 entrega de los Oscar
Mario Saavedra
Por su origen y su formación, ya varias veces ha expresado el notable y experimentado realizador taiwanés Ang Lee que le interesa y cree en hacer un cine que nos incite a creer en algo, que nos haga partícipes de una experiencia superior.
Desde su revelación hace ya dos décadas con esa hermosa comedia que es El banquete de boda, que nos dio a conocer a un director diferente y con una sensibilidad abierta a otras latitudes, este dotado cineasta mostró que tenía un talento especial para contar historias que por su carácter extraordinario escapan del lugar común, destinadas a un espectador igualmente activo que se deja seducir y da rienda suelta a una imaginación si acaso apenas adormilada.
Autor de otras bellas cintas de raigambre oriental como Comer, beber y amar y El tigre y el león, ambas de alguna manera emparentadas por ese sentido de sugerente ambivalencia entre lo real y lo fantástico que constituye uno de sus rasgos neurálgicos, más allá de sus claras diferencias temática y formal, este talentoso realizador es autor también de esa formidable película de época que es Sensatez y sentimientos. Con esta impecable versión fílmica de la novela homónima de Jane Austen, celebrada por la crítica y que en su año se llevó toda clase de reconocimientos, el también aclamado director por Secreto en la montaña terminaría de hacer su entrada triunfal a Occidente, a través de un estilo esteticista que por otra parte plantea una especie de puente por el cual fluyen notorias influencias en ambos sentidos.
No precisamente muy prolífico, porque cada nuevo proyecto suyo es decantado con paciencia, Lee se ha dado además la libertad de hacer otras mucho más livianas cintas que como Hulk o Destino: Woodstock sólo han servido para confirmar tanto los recursos como el oficio de un realizador siempre atraído y particularmente preocupado por abordar circunstancias límite o de conflicto, donde el individuo se ve orillado a tomar decisiones decisivas.
En este sentido, sus intermedias La tormenta de hielo, Cabalgata con el diablo y Deseo, peligro dan clara cuenta de su particular interés por abordar asuntos y momentos de la historia que han resultado definitorios en el curso de una nación o una comunidad.
Fiel a sus raíces, el Ang Lee de su más reciente La vida de Pi o Una aventura extraordinaria (Life of Pi, Estados Unidos, 2012) se reconcilia de alguna manera con su pasado y consigo mismo, porque no sólo echa mano de un best-seller del antes desconocido novelista canadiense Yann Martel (por cierto, nacido en Salamanca, en España, y que en su niñez pasó por México, por compromisos diplomáticos de su padre) que aunque concebido de esta lado del mundo se inspira y vuelve la mirada a Oriente, a sus particulares espiritualismo y sensibilidad, sino que además se sumerge otra vez en ese ambivalente universo de lo real imaginario que con mayor carácter se reconoce en su primera cinematografía y encuentra su grado de mayor efervescencia en ese otro bellísimo cuento que es El tigre y el león.
En La vida de Pi, un poema por donde se le vea, esa sustancia lúdica e imaginaria se mezcla muy bien con la mencionada espiritualidad, que aquí apunta además hacia una búsqueda existencial que a través del tamiz del propio Lee se recrudece y torna más auténtica que lo manifestado en el original literario para el que esa condición no puede dejar en el fondo de manifestar, por su mismo origen, rasgos exóticos.
La confirmación del talante de un director que se reinventa, sin encasillarse en ningún género específico, La vida de Pi constituye su más ambicioso y exigente proyecto, conforme sugiere una necesaria reivindicación de la fantasía y la ilusión, de la fábula vital y espiritual, como imprescindibles herramientas con las cuales afrontar la vida. Más allá del carácter extraordinario de la anécdota: un muchacho sobrevive a un naufragio y debe aprender a convivir durante 227 días con un tigre de Bengala, a bordo de un bote salvavidas en medio del océano Pacífico, lo que verdaderamente importa aquí es corroborar la resistencia física pero sobre todo espiritual de quien en medio de la adversidad debe poner a prueba su templanza.
El mayor talento de Ang Lee estriba aquí precisamente en convencer al espectador y mantener así su toda atención, más allá del trasfondo aleccionador que conlleva toda fábula. En este sentido, la realización resulta impecable en todos sus apartados tanto artísticos como técnicos, destacándose los trabajos de cinematografía, edición, fotografía, ambientación, sonido, hasta la música original que por sí misma tiene un peso específico y es obra del talentoso y experimentado compositor y arreglista canadiense Mychael Danna.
La suma de todos estos ingredientes que conforman una gran puesta, con los mejores atributos de un realizador que le ha apostado a un quehacer donde se confirma que el séptimo arte posee su propio lenguaje de narración y sólo se vale de los recursos de otros medios, hacen de La vida de Pi ya un clásico desde su salida, como se ha confirmado en la pasada 85 entrega de los Oscar donde resultó la ganadora indiscutible de la jornada (Mejor Dirección, Mejor Cinematografía, Mejor Música Original, Mejores Efectos Visuales, es decir, cuatro premios, de entre ocho nominaciones), y me parece que perdió como Mejor Película ante Argo, de debutante como director y productor Ben Affleck, por el escándalo que se desató por el supuesto plagio en el que incurrió el mencionado novelista canadiense, más allá de que la vencedora trate uno de esos temas “tan políticamente correctos” que suelen defender los votantes en la Academia de Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Una aventura extraordinaria pasará a la historia, mientras que Argo, en su género apenas bien hecha, sólo se sumará a la larga lista de películas por el estilo que exacerban el nacionalismo norteamericano.
