La condición fortuita de los accidentes nos da una lección, que por sabida, no es menos terrible. La fragilidad de la existencia. Un caballo brioso, enorme, negro, reluciente bajo la luz del sol. Un espectáculo. Los asistentes a la comida campirana, en el rancho de una señora que le llamaban “Ale” y de apellido curioso, en Tepotzotlán, Estado de México, gritaron, silbaron, tomaron fotos. El caballo se puso nervioso. El grupo empezó a alejarse y yo me quedé a un lado de la cerca del corral. El animal estaba a unos veinte-treinta metros. Extrañamente, con lentitud dio la vuelta y caminó en reversa directo a mí. Me atemoricé, pero ignoraba qué iba a hacer. Sus dueños sí lo habrían sabido. Yo no sé nada de caballos. Pensé, éste va a expulsar un pedo o va a defecar en mis zapatos. Di un paso atrás y luego hacia un lado.