Desconfío de los bandos municipales. Al poco de que mis padres me llevasen a Mallorca siendo yo un niño —estoy hablando de hace cosa de sesenta años—, un alcalde de la época del dictador Franco hizo público un bando por el que se prohibía cruzar las calles de Palma de Mallorca sin ton ni son. Los guardias debían volverse locos venga a vigilar al vecindario y su forma de pasar de una a otra acera, barruntando si era por tocar las narices o si se cruzaba con un propósito digno como los de comprar el diario o encargar la leche. Ignoro cuántas multas se pondrían a los peatones casquivanos porque entonces no existía ley alguna en España ni costumbre que permitiese consultarlo pero, de haberla, tampoco creo que se hubiera podido comprobar si el bando se había llevado a la práctica. Quizá sea debido a esa sensación de impotencia el que el mismo alcalde, más tarde, exhortase a los ciudadanos españoles a que impidieran a los turistas el salir del hotel de camiseta y calzón corto. Mejor así, en cualquier caso, que a golpe de prohibición inútil. Incluso hubiese mejorado la medida de prometer una medalla a quien vistiera de forma digna a, qué sé yo, docena y media de suecos o veinte ingleses.